viernes, 13 de febrero de 2009

EL VALOR DE DAR

por Teresita De Antueno
Cuando tenía más o menos diez años, uno de mis tíos era jefe de una estación de tren en el Gran Buenos Aires. Un domingo en que habíamos ido de visita con otro de mis tíos, su esposa y mis papás, estaba cumpliendo guardia, así que, después de visitar a su señora en su casa, fuimos a la estación ferroviaria para no perdernos de verlo.En el Citroën 3 CV (una novedad en ese momento para la clase media), allí llegamos y encontramos una situación de lo más lastimosa. Un niño, un poquito más crecido que yo, lloraba desconsoladamente. Era vendedor de helados en los trenes, y le habían robado toda la recaudación que ese día, caminando de vagón en vagón, había obtenido. ¿Cómo volvía a su casa? Varios pasajeros y mi familia se lamentaban.Cuando entramos a la oficina de mi tío, abstrayéndome de la conversación “de grandes”, mi cabecita no se quedaba en paz. Había que hacer algo.No sé si por ser hija única, o por ser mujer, o porque ella siempre fue muy coqueta, mi mamá me educaba como una “damita”, y como tal, me acostumbró a usar una carterita donde llevaba lo infaltable: el pañuelo, un perfume y algo de dinero (“por cualquier cosa”, como decía ella).Mi primer impulso fue darle al nene mis ahorros, pero (¡oh, distracción!) la cartera había quedado en el auto.Como cristiana me habían enseñado que las obras de caridad propias no debían difundirse, así que pedir que me llevaran al auto con ese propósito quedaba descartado… ¿Qué hacer?... Una mentira me pareció un “pecadito” justificado por el fin, así que le dije a mamá que necesitaba el pañuelo. Ingenuamente ajena a mis intenciones, para no molestar a su hermano ni interrumpir la conversación, ella me ofreció el suyo… ¡A cavilar de nuevo!Y ahí estaba papá, a quien imaginé cómplice silencioso, así que le pedí hablar con él afuera y le expliqué la verdad de lo que quería hacer.A esa edad, yo no comprendí su reacción: me alzó en sus brazos, y entrando nuevamente conmigo, les dijo a todos: ¿Saben lo que esta criatura quiere hacer?Todavía tengo la imagen de mamá con lágrimas en los ojos.Cada uno de mis tíos puso lo que podía y la voz se corrió por toda la estación, hasta que los pasajeros juntaron una suma que hizo que el nene abriera grandes los ojos: ¡Era más de lo que había perdido!No soy mejor que nadie (Dios y la vida me han dado sobradas lecciones para demostrármelo), pero a tan corta edad aprendí algo que quizás marcara una vocación. Es bueno dar, pero… ¡cuánto más podemos hacer si convencemos a los demás de que lo hagan!Cuando estoy deprimida, desorientada, frustrada y llego a dudar de para qué estamos aquí, vuelvo a esta anécdota.“¿Qué hago de mi vida? ¿Llegué a donde quería? ¿Qué es la felicidad? ¿Me siento realizada?” Y las crisis de los cuarenta, de los cincuenta…¡Qué complicados que hacemos los adultos cosas que, con el alma abierta de niño, resultarían tan sencillas!

Esta historia la encontré en: Cuentos que no son cuento.com

1 comentario:

  1. Qué historia tan conmovedora!
    Gracias por compartirla, Carolina.
    Son cuentos que acarician el alma.
    Cariños, María Elena.-

    ResponderEliminar